Las ruedas hacen crujir la gravilla mientras amanece, la lluvia, persistente, golpea nuestra cara, las ramas caídas de la lluvia se rompen a nuestro paso, y el verde empieza a llenar nuestras pupilas a pesar de la niebla que se resiste a abandonarnos.
Naturaleza en estado salvaje, hayas milenarias, lluvia, barro, los sonidos de la naturaleza, sus habitantes que nos saludan con sus cánticos, a nosotros, los intrusos a lomos de sus caballos de carbono. Pocas palabras, las justas, es mejor sentir, escuchar, fundirse y fluir, cual corriente de aire, sin dejar rastro.
Balcones que nos enseñan los valles de la Ultzama y la Sakana. Pastos de altura de Aralar donde solo el viento gélido nos acompaña. Largas escaladas y vertiginosos descensos. Antiguas vías de ferrocarril reconvertidas en vías verdes. Fuentes de agua abundante y cristalina de donde beber sin tener que abrir un grifo. Lugareños que nos saludan como si nos cruzáramos todos los días
Somos almas en paz, que tras 13 horas de pedaleo, y habiendo disfrutado durante 270km y escalado 5500m de desnivel vuelven a darse de bruces con la civilización, los coches, el ruido, el asfalto….
Queda un año para volver a vivir esta experiencia. Pero no importa, cada vez que lo necesite, cerraré los ojos y me trasladaré a ese mundo maravilloso en el que me siento en armonía.